Sin límites la devoción de Javier Milei por Carlos Menem. Hasta se le ocurrió la misma pretensión de ganar el Premio Nobel como estaba en los sueños del riojano, quien al principio de su administración dispuso de una oficina adhoc en la Casa Rosada para que Carlos Spadone se ocupara del lobby internacional que demandara ese premio. Se perdió ese recuerdo en la memoria de los argentinos: hubo que destapar el arcón de los disparates de aquellos primeros tiempos con inflación descontrolada para rescatar la iniciativa. No anduvo entonces el temerario propósito a pesar de que Menem siempre fue un hombre pacífico y por lo tanto podía merecer la cocarda mejor que Henry Kissinger o Barack Obama, u otros inevitables violentos del Medio Oriente: Arafat y Beguin.

Como “no hay plata”, la condecoración a sí mismo que se propone Milei es apenas una graciosa ilusión que afortunadamente no constituye un gasto del Estado y, en todo caso, tercia en el rubro de la economía y no en el de La Paz. Otra exigencia. Además, para evitar acusaciones de cesarismo, el Presidente imagina que podrían nominarlo junto a su jefe de asesores, el ahora mediatizado Demian Reidel, un físico y economista hoy aplicado a la Inteligencia Artificial aunque reconocido por la propia y natural (haber cursado el doctorado en Harvard en la mitad de tiempo convencional, por ejemplo), fastidiado por el apelativo “Satanás” que le impusieron por su nombre de pila más que por sus diabluras.

Se comprende la aspiración exagerada de Milei por la gratificación sueca: deriva de sus exitosos raids internacionales en medios y organizaciones políticas, en la admiración de ciertos lideres del mundo, los obsequios y alabanzas, un vertiginoso empinamiento que hasta le genera una visión desconocida frente al espejo. Y quizás esa desfiguración anatómica, tal vez no deseada, lo habilita a confrontaciones de escaso sentido. O conveniencia.

Por ejemplo, debido al pormenorizado informe del FMI sobre la situación económica argentina, reclamando —además de admitir envidiables progresos del gobierno actual— una modificación del régimen cambiario (devaluación, en términos de clave callejera), el mandatario argentino la emprendió contra el responsable del Hemisferio Occidental, quizás la mayor jerarquía del organismo aparte de las dos mujeres que hoy la conducen. Atacó al chileno Rodrigo Valdez, no como si fuera el padre del euro, Robert Mundell, un Nobel de origen canadiense, de exquisitas costumbres y sostenedor del tipo de cambio fijo como mecanismo estabilizador. Para traducirlo también en idioma callejero.

Por el contrario, como respuesta a la inesperada nota pública del FMI, Milei se despachó contra Valdez —quien es, además, amigo de alguno de sus amigos— imputándole pertenencia al Foro de San Pablo, esa organización de presuntos partidos democráticos de izquierda que suelen apañar a gobiernos de izquierda no precisamente democráticos, por mencionar solo a Nicaragua o Cuba.

Divertida la acusación a quien se ganó la vida como burócrata del organismo, reparando las populistas explosiones económicas en Europa (Grecia), asistiendo al saneamiento de la crisis económica de su país en manos de la socialista Michelle Bachelet y, luego, logrando el cargo actual en el organismo por la gracia de Sebastián Piñera, no precisamente un izquierdista.

Desvíos de Milei, seguramente indignado por las observaciones críticas a su gestión y a la de Luis Caputo, quienes para colmo de males le ruegan al FMI y al mismo Valdez un desprendimiento de 8 o 10 mil millones de dólares para atravesar mejor un invierno en el que no fue generosa la cosecha y, para colmo, el sector agrícola se aferra a no liquidar el 40% de su producción en la confianza de que el gobierno mejorará la cotización del dólar que reciben. Operación de pinzas combinada con bancos y otros rubros empresariales para obtener mejores rendimientos.

Aguanta los trapos Milei, soporta que hasta su querido Domingo Cavallo le recomiende —junto a otros economistas— una propuesta devaluatoria, mientras se ampara en otro profesional, Ricardo Arriazu, quien defiende la trinchera para evitar la enfermiza calesita de reducir aún más el peso cuando los billetes no alcanzan en la tesorería. Con justicia, considera impune ese tradicional juego de niños.

Ese respeto por las normas coincide hoy con la aprobación de la Ley Bases, desprolijo y desarticulado artefacto que el gobierno no tuvo experiencia ni calidad para imponerlo a principios de año. Por el contrario, se equivocó de medio a medio: el oficialismo acompañó una votación creyendo que se pasaba a un cuarto intermedio cuando en verdad levantaron la mano para apartar la consideración de la ley. Estupideces de aprendiz.

Hubo que alivianar aún más esa gigantesca mochila, hoy sale un proyecto de bajas calorías que cree calmar a tiburones de Londres y Nueva York temerosos —decían— de la incapacidad gubernamental para superar su debilidad parlamentaria. También faculta realizar ciertas reformas y, casi seguramente, el acceso al gabinete de Federico Sturzenegger para implementar alguna de ellas: un San Jorge treki que luchará contra los dragones, los poderosos e intimidantes empresarios que disponen de más subsidios que los sindicalistas. Una lucha titánica para anarcos, libertarios, liberales, anarquistas, izquierdistas, populistas o conservadores, siempre perdida.

Dicen que Sturzenegger se privó de asumir antes porque no quería tolerar el régimen fueguino que bendijeron Cristina, Macri, Massa, Alberto, Scioli y el mismo Milei. Tan fallido para el Estado y la sociedad como el negocio del juego o los laboratorios, la pesca, seguros, bancos y salud. Entre otros. Demasiado para el San Jorge de la Nasa o los de la Inteligencia Artificial que se anotaron en la lotería del Nobel. Dinamita pura.

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