Se frustró el último sorpasso, sea por fallas del motor o falta de destreza del piloto. No se pudo adelantar cuando parecía consumada su incorporación al gabinete. Sergio Massa se quedó afuera, excluido. Le atribuyen una frase: “Es mejor bajarse antes”. Como si supiera el titular de la Cámara de Diputados que el tren del Gobierno puede chocar antes de la próxima parada. Una excusa. Hay otras declaraciones que le cargan en su cuenta, parte de las escaramuzas previas al desenlace en el cual Alberto Fernández se reservó el derecho de admisión. Van desde “no me llamen nunca más” a “no cuenten conmigo”.

Final para una negociación ardua, compleja, que implicó compartir dos viajes al exterior con el Presidente, discutir con él y colaboradores (caso Gustavo Beliz) incluyendo amenazas físicas, cruzar cargos, postulantes y rumbos. Parecía que ambos estaban juntos, fue errónea la impresión. Y ese juicio equivocado persiste aunque Massa haya concurrido a la jura de la nueva ministra de Economía, Silvina Batakis, el destino que había imaginado para él. Curiosa situación: fue al acto quien perdió, ausente estuvo quien ganó, Cristina Fernández de Kirchner.
Sergio Massa no aspiraba a la jefatura de Gabinete, quizás porque ya había estado en ese cargo con Néstor Kirchner, del cual partió también con un incidente de temeridad física y la convicción de la falta de autoridad inherente al cargo. Mucho más en un gobierno como el de los Fernández, en el cual un ministro no puede desplazar a funcionarios menores que lo estorban y complican. Como el caso de Martín Guzmán con el núcleo de Energía.

Más bien se interesaba por una cartera que totalizara otros rubros. Primero fue Producción, luego Economía. Lo de la jefatura de Gabinete más bien resulta simbólico, ha sido uno de los engendros más discutibles de la reforma constitucional de 1994, una de las ortopedias inútiles incorporadas por Raúl Alfonsín para justificar la reelección de Carlos Menem. Otras dos fueron el Consejo de la Magistratura y la creación del tercer senador que luego hasta llegaron a objetar radicales alfonsinistas como César Jaroslavsky.

El primer sorpasso fracasado de Massa ocurrió cuando le negaron el acceso al equipo presidencial y, en su lugar, ubicaron a Daniel Scioli en Producción. Justo un rival en la interna y, además, un responsable de episodios dolosos que habían afectado a su familia. Para él, sin embargo, era importante abandonar la Cámara: desde ese lugar no prosperaba como político ni revertía una opinión publica negativa común a otros dirigentes. Se suponía avalado por Máximo Kirchner –aunque en La Cámpora lo recelan por sus buenas relaciones con la administración norteamericana– y en la etapa previa al fin de semana pasado perseguía contactos para obtener apoyos internacionales, respaldo de fondos y hasta algún adelantamiento de exportaciones: una centralidad de la cual el gobierno carecía. Pero Alberto Fernández y la misma Cristina Kirchner desconfiaban ante esa voracidad de poder.

Con el mandatario hubo dos tropiezos: avanzó sobre el Banco Central y no pudo acercar figuras apetecibles a las que Alberto se rindiera. Primero, Fernández expresó: “No, no, Pesce no se toca, es mi amigo”. Le faltó agregar: los bancos lo defienden al frente del BCRA. Tampoco Massa pudo sumar a candidatos como Martín Redrado, Miguel Peirano o Emanuel Álvarez Agis. Por último, hasta se sumergió en un cartel menos famoso y propuso a Marco Lavagna, al que el padre le aconsejó prescindencia. Desierto el cuadro y, como Cristina velaba desde el púlpito, apareció en las sombras Silvina Batakis, dispuesta a convertirse en otro ministro Fernández como aquel que tuvo Néstor en Economía. Invisible. Parece imposible.

Hubiera sido explosivo Massa en el gobierno: piensa distinto a Cristina, por más que ella se proclame una “gran burguesa”. Como tal, está impedida de permanecer demasiado tiempo al frente de un sector que no se imagina moderado (verbigracia, Andrés Larroque). Y, además, había una confrontación obvia: Massa está por actualizar tarifas, Cristina no. Entre otras diferencias, como la actitud ante el FMI. Ni hablar del comprensible terror escénico de Alberto ante los ambiciosos fogonazos de Massa en la eventual pasarela, un crack del dominio de los medios de comunicación.

De ahí que, aun siendo socios de la misma coalición, el dúo Ejecutivo evitó convocar al hombre de Tigre a la cena íntima en Olivos que tuvieron hace 48 horas. Quizás para mantener una reserva inviolable como la de aquella comida que compartieron en que ella le notificó que lo elegía para ser el próximo Presidente de la Argentina. En esta ocasión, el diálogo debe haber sido diferente, menos entusiasta: se supone que Cristina habrá visto al reciente bebé y a la misma Fabiola, el encono no pudo haber llegado a tanto. Inclusive, a pesar de la felonía de la dama Vice por haberse montado en la buchoneada policial de revelar el contenido parcial de los mensajes de Alberto en su celular. Como si dispusiera de una Gestapo femenina o fuese una amante despechada. Insólito en una Cristina que se dice peronista, por más ofendida que se encuentre por la conducta del mandatario debido a que alguna vez nominó a alguien para resolverle cuestiones judiciales y este no lo hizo.

Ahora, van en camino de perder las elecciones, y ella inexorablemente aumentó su situación de riesgo, lo culpa a Alberto de negligencia. Massa también se proponía como intermediario en ese sentido, juraba saber lo que se puede pedir en la Justicia, cómo se puede pedir y en qué tiempo se lo debe hacer. Más o menos lo mismo que aprendió con el tiempo Néstor Kirchner. Al revés del prepotente dúo Alberto-Cristina y sus bandas que designaron a un intendente del Alto Valle para enfrentar a la Corte Suprema, algo así como homenajear a René Favaloro nombrando a una enfermera en el Ministerio de Salud.

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