Clave será febrero para Alberto Fernández. Al menos, es lo que piensa. O sueña. A su juicio, el mismo que comparte con Gustavo Beliz —hoy quien más lo acompaña en sus aventuras políticas—, la vuelta de su viaje por Rusia y China viene con respirador para oxigenar su gobierno y esa criatura propia que no termina de alumbrarse desde que llegó a la Presidencia: el “albertismo”. Ya dio un paso simbólico cuando dijo que se presentaría para la reelección, proyecto a consolidar el mes próximo con adhesiones de algunos intendentes y gobernadores. Con sequía o aguacero, el hombre sigue en su propósito. Ya había brindado otra señal el mandatario cuando sostuvo que era necesario que el partido oficial se democratizara por medio de la realización de internas. Se siente líder para encabezar una fracción. Ambas iniciativas fueron un golpazo para Cristina y su apasionada grey, no lo tenía previsto en la agenda. Y, ahora, con el renovado intento de forjar “albertismo” desde la Casa Rosada, ella se subleva aún más. Ese clima enrarecido se advirtió en el último y rudo diálogo entre Alberto y Máximo Kirchner por el viaje de la vamp de La Cámpora, Luana Volnovich, y su inmediato colaborador en la secta y en el Pami, Martín Rodríguez, una suerte de luna de miel en el Caribe contraria a las instrucciones emitidas por la Casa Rosada. Si fuera solo desobediencia por amor, nadie se hubiese molestado.

Pero el romántico affaire entre Luana y Martín reveló una trastienda: desde la Casa Rosada se adelantó que el idílico episodio lo resolvería Alberto reclamándole la renuncia al funcionario. En cambio, se mantenía en el cargo a la dama cuarentona aunque ella, por autoridad, tuviese más responsabilidad que su despareja pareja en edad. La versión, aseguran, provino del ministro Zabaleta, poco amigo de Rodríguez en la competencia electoral por el dominio de Hurlingham, territorio policlasista al que codician varios sectores oficiales. El anuncio se deshizo, otras versiones indican que intervino Máximo y le recordó al jefe de Estado que la prohibición de los viajes al exterior no había sido consensuada en la coalición gobernante. Y, por lo tanto, no se lo debía sancionar a Rodríguez. Además, invocó, aunque no fuese lo mismo, que hubo otras figuras del gabinete (caso Moroni, ministro de Trabajo) que también fueron a triscar al exterior en sus vacaciones sin ningún castigo. Los términos y tonos del diálogo se reservan para otra ocasión. El hijo de la vice salió a defender una caja y a su conmilitón, quien fue además cuñado del Cuervo Larroque, otro jeque de la célula; de paso, también a Luana, la protectora de los jubilados que supo ser —entre otras figuras de la agrupación partidista— compañera de Iván Heyn, tal vez hasta su muerte uno de los mejores amigos de Máximo (en su recuerdo bautizó a su hijo con el mismo nombre). Aunque, nunca se conoció la razón, no fue al velatorio ni al funeral en la despedida.

Se suma este episodio a la novela interminable de las ásperas relaciones entre el uno y la dos del gobierno. También abre un debate sobre las costumbres endogámicas en La Cámpora, en la que todos parecen comer en un mismo plato, advirtiéndose una redistribución del sexo que alguno puede considerar promiscua. Si hasta Wado de Pedro alguna vez se supuso Leonardo Di Caprio en ese círculo, momentos de esplendor para captar militantes. Lo más grave, sin embargo, ha sido la tira familiar que acompaña a los personajes del noviazgo, todos ubicados en el estado, nepotismo bien pago, y una muestra de escasa austeridad por la exclusividad del periplo cuando esa organización siempre declamó en contra de los excesos burgueses. Del saldo lastimoso, quede o no Rodríguez, se beneficia Alberto: el dúo del culebrón, los infractores, responden a Máximo y a Cristina.

Aprovecha el jefe de Estado su viaje asiático para promoverse, se viste al regreso para subir a la cumbre política con algunos socios de las provincias. Un rompecabezas para armar electoralmente con vistas al 2023. Ya se distanció de su jefe de Gabinete, Manzur, en apariencia por haber escuchado críticas de este a su gestión. Tiempo de grabaciones, como los bailes de Carnaval de antaño. Difícil la situación del tucumano: no puede retornar a la gobernación de su provincia porque su reemplazante ni piensa en dejar el cargo y, en la Nación, sus movimientos se han limitado por la desconfiada orga albertista. Para colmo, Cristina no lo quiere y parece reducida a escombros su convicción de candidatearse a la Presidencia. Otro que deja jirones en la pugna política es Sergio Massa: no pudo imponer que opositores y Congreso discutieran con el ministro de Economía los términos de la negociación con el FMI, su emprendimiento (acompañado por el radical jujeño Morales) tropezó con un Guzmán que se refugia en la retórica de echarle la culpa al fondo por la falta de acuerdo y, en el paquete, también al macrismo. “Te pedimos números, no sarasa”, le reclamaron. Secreto de radio, el ministro habla igual que Cristina, a la que visita a menudo para refutar o aceptar lo que a ella le cuenta Axel Kicillof de Economía. De paso, para que entienda Morales, le enviaron a De Pedro y a la Gómez Alcorta a Jujuy para decir que Milagro Sala está mal presa. Algo perdida en su reciente carta, la viuda de Kirchner se desanima porque USA quiere hablar de Derechos Humanos antes que conversar sobre la deuda, un añejo lema de los demócratas, de Cárter y Bzezinsky, que la Argentina debería avalar. Tampoco le garantizan, si hubiera un entendimiento, conservar la obsesión de que las tarifas no aumenten y que tampoco se altere el ritmo de la devaluación.

Está sorprendida de que su Presidente la complica, piensa en reelegirse cuando lo acechan encuestas que no son benignas, se enfrenta con la Corte, se despega de los Estados Unidos, no sabe aún si arreglará el default en ciernes y cree en los milagros anunciados por Stiglitz. Claro, para ella, ese intrépido mandatario no es el que imagina para el 2023. Menos el albor del “albertismo” que se anuncia para febrero.

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