Justo el mismo día dos resoluciones clave, traumáticas. Y prestadas. Por un lado, Milei decide uno de los mayores acontecimientos económicos en la vida de los argentinos: el decreto de desregulación y derogación de trabas y privilegios estatales, un abaratamiento futuro para diversas actividades. Da vuelta como una media la relación del Estado con el sector privado. Y, por el otro, en la misma jornada atravesó con cierta ventaja un enfrentamiento con organizaciones sociales y políticas que han asolado con piquetes el centro porteño, el anticipo de una nueva política en seguridad.
Dos puertos a estrenar en la navegación de un Presidente con ansias de figuración presencial que antes no se advertía en otros mandatarios, en general renuentes a esas experiencias por el resultado incierto que implican. Esos atrevimientos suponen riesgos, particularmente políticos. Y apenas en 5 días de la Rosada, Milei se tiró del trampolín sin saber si hay agua en la piscina. Cambió a Mick Jagger por el arrojado Charly García. Rockero al fin.
Datos del protagonismo explícito: léase su publicitada recorrida, con vistosa chaqueta militar a lo Zelensky, por los destrozos de un temporal en Bahía Blanca, también su conflictiva concurrencia para votar en el club de Boca o el interés por ocuparse, desde una jefatura policial, de la televisación en directo del megaoperativo que se montó para impedir o bloquear la última manifestación de protesta callejera de los capataces de la pobreza (Belliboni, Pérsico, Navarro, Grabois, Menéndez) que, mientras esperan la revolución, acumulan influencias y poder, juegan a la guerrilla urbana de papel convocando adherentes en distintos puntos del ingreso a la ciudad.
“No uno, sino muchos Vietnams” era la propuesta de la llamada, foquista o guevarista. Contraria a la insurrección popular, al revés de lo que pregonan.
Parece dispuesto Milei a participar de estas contingencias como estrategia de liderazgo, aunque hubiera sido complicado su testimonio del monitoreo de cámaras si ocurría un episodio con víctimas en la marcha opositora. Como si Duhalde hubiera estado viendo el asesinato de Kosteki y Santillán.
Corporiza Milei además una infravaloración salvadora y expresa un personalismo que considera imprescindible introducir en la gestión de su gobierno. Quizás exagerado, tentador si produce éxito. Se asoma el Ejecutivo a esa embriaguez —ya lo acusan de Dictador, sus rivales— y a la renovación de una grieta que pendularmente cambió el peso de los bandos, culpa del fracaso o hastío del otro.
No está solo Milei en este camino y se acompaña con una inteligencia inusual: a pesar de que en su campaña siempre juraba tener planes y equipos suficientes, ya agrandó su elenco con ideas de otros y personajes ajenos. A su primer plano le agregó el ministro Luis Caputo con un paquete de medidas financieras que no estaba en su catecismo y, ahora, como estrellas máximas de su Administración, inscribe a una vocacional Patricia Bullrich para los menesteres de la figuración y al economista Federico Sturzenegger.
A una por vía de amenazantes protocolos a piqueteros de cualquier laya, al otro por una gigantesca reforma pocas veces acometida. Curioso: ninguno de los dos incorporados a la nueva cartelera pertenecía al núcleo del Presidente, hasta fueron opositores. Pero el poder cambia la vida. De todos. Lo de ella, además, es un milagro: de la derrota electoral casi humillante y el preembarque al sarcófago partidario, salió de las cenizas —justo, un miércoles— para creerse una Margaret Thatcher del siglo XXI contra revoltosos y gremialistas díscolos. Del cementerio a la cúpula con aquella consigna de Cristina de Kirchner: “Hay que temerle a Dios y un poquito a mí”. No le fue mal esta semana a la chica de hierro.
Sturzenegger, hijo de un economista al cual echó Raúl Alfonsín del radicalismo por disolvente liberal (junto a Ricardo López Murphy), promueve hace años un plan ambicioso para aliviar la burocracia del Estado con el antecedente desregulador de Roberto Alemann y una debilidad intrínseca y quizás contraria a la seguridad jurídica: la aplicación de un solo decreto de necesidad y urgencia para eliminar unas 600 leyes. Complejo ejercicio, más allá de que nadie imaginó otra alternativa para quitar el enfermizo oxido estatal y, ni siquiera, hubo entusiastas comparables para enfrentar esa tarea con un estudio ciclópeo, pormenorizado.
En un país de vagos, el “Treki” Sturzenegger —como Elon Musk y otros innovadores militantes de “Star Trek” (films basados en información de la NASA)— solía recibir a Milei cuando era titular del Banco Central macrista para intercambiar opiniones técnicas junto al anterior socio intelectual del ahora mandatario, Diego Giacomini. Se conservó la amistad, no la filiación partidaria. Federico siguió la trayectoria fracasada del Pro —Mauricio Macri, Horacio Rodríguez Larreta y Patricia—, Javier se apropió del proyecto reconociendo el derecho de autor y tal vez otorgándole una silla especial para llevarlo adelante.
Lo de vivir de prestado de Milei (el plan de Caputo, el de Bullrich, lo de Sturzenegger) semeja a buena parte de la sociedad que, de repente, por arte del birlibirloque, luego de combatir al candidato hoy se alinea con el Presidente. Economistas (hubo una carta abierta), periodistas, políticos, instituciones, muchos del círculo rojo, devotos de un presunto cambio de época. Mientras dure, como siempre.
Como siempre, también, pierden los jubilados, ahorristas —volverán a ganar los del carry trade— y la sociedad entera no se repone del shock incontenible de la inflación sabiendo que falta incluir tarifas y salarios. Los pobres más pobres, presos de los capataces de la pobreza, a su vez no entienden la razón por la cual antes los castigaban si no asistían a las marchas y, ahora, los castigan si van a las marchas.
(Perfil)