El astro brasileño Pelé, uno de los mejores futbolistas de la historia, murió este jueves a los 82 años en San Pablo, confirmó su hija mayor, Kely Nascimento.
“Todo lo que somos es gracias a vos. Te amamos infinitamente. Descansá en paz”, publicó en Instagram la hija de Pelé, quien había sido internado a fines de noviembre tras un agravamiento general de su estado de salud por un cáncer de colon.
La muerte del astro provocó la reacción inmediata del mundo del deporte en general y del fútbol en particular: Edson Arantes do Nascimento, tal su nombre real, forma parte del “Olimpo de la pelota” junto con los argentinos Diego Maradona, Alfredo Di Stéfano y Lionel Messi y el neerlandés Johan Cruyff.
Pelé había nacido el 23 de octubre de 1940 en Minas Gerais y debutó como futbolista profesional en 1956 en Santos, de San Pablo, donde jugó hasta 1974. El otro club por el que pasó fue el Cosmos, de Estados Unidos, entre 1975 y 1980.
Con su Selección fue tricampeón del mundo: ganó la Copa en Suecia 58, Chile 62 y México 70.
Pelé, el que ha marchado este jueves al otro lado de las cosas, fue un futbolista perfecto en tiempos donde los beneficios de la leyenda contrastaban con colosales cajas de resonancia que llegarían unas cuantas décadas después: videos al minuto, repeticiones de jugadas en clave cinematográfica, semblanzas apologéticas, portales, redes, clubs de fans a escala planetaria, etc.
Pelé, O Rei, Edson Arantes do Nascimento, salió al ruedo a los 16 años para brillar en el más alto nivel, heredar las virtudes de los cracks que lo precedieron y condensar dotes técnicas en un solo jugador que hasta entonces se verificaban repartidas en dos, en tres, en cuatro. En muchos.
El atleta superdotado químicamente puro: 173 centímetros y 70 kilos de músculo, emociones templadas y ejecuciones de concierto.
Visto desde cierta perspectiva, encontrar defectos en cómo jugaba Pelé es una tarea odiosa y condenada al fracaso.
Era fuerte como un roble y con tranco de gacela solo superado por Alfredo Di Stéfano (la Saeta Rubia criolla), gambeteaba en corto y en largo, era diestro, pero podía presumir de zurdo y cabeceaba como un portento sin que lo perturbaran demasiado las marcaciones rigurosas.
Sus remates eran de forma indistinta latigazos o estocadas de terciopelo según lo aconsejaban las circunstancias.
Y contra lo que pudiera imaginarse, tenía un profundo sentido colectivo: desmarques al servicio del espacio apto para el compañero, constructor de paredes al milímetro y solidario para ir y para venir.
En este sentido, bastaba con recoger testimonios de sus rivales para registrar un coro unánime entre asombrado y admirativo.
O Rei jugaba con la número 10, goleaba con voracidad de 9 y corría la cancha con pertinencia de lo que en glosario moderno designaríamos como mediocampista mixto.
No escatimaba los cruces, trababa cada pelota como si fuera la última y sin ser un bravucón tampoco admitía que se lo llevaran por delante: que intentaran, a menudo de forma temeraria, explorar presuntas fragilidades del corazón.