Más que sacar una bandera blanca, trató de imponer y no negociar. Típico, su costumbre. Venía cargada Cristina del domingo, por el pésimo resultado electoral y una vibrante reunión con Alberto, a quien le atribuyó la responsabilidad del fracaso. Culpa hasta por la fotografía del cumpleaños de Fabiola, una réplica de lo que ocurrió con la quema del cajón por Herminio Iglesias. Como si Luder hubiera perdido con Alfonsín por esa macabra tontería.

Furiosa, en el medio de la reyerta, le dijo: “Tu ciclo está terminado”. Entre otras lindezas. Asimiló Alberto y en su discurso final, victimizándose, reconoció que no iba a aspirar a la reelección. Bastaba ver las imágenes de ese día para entender la rabia: ella votando a la mañana, danzando alegre con una rosada Moncler tres cuartos –nadie la imagina con una imitación falsa– para culminar en una noche agrisada, mustia, compartiendo odiosa resignación en una escena de condenados con el Presidente. Un golpazo.

Pero, sorprendió que una dirigente experimentada como ella, desvariara ante un episodio reversible, ante un terremoto en una taza de café: en los comicios de noviembre, solo debe transformar algo más del 4% en la provincia de Buenos Aires que los separa de los opositores. Ni siquiera parece una hazaña esa vuelta de campana en el santuario peronista. Al menos no parecía una proeza hasta que Ella en 24 horas provocó un turbión institucional, indignada con su elegido, con la indocilidad de quien a la mañana siguiente ya confesaba a sus íntimos con una advertencia para su vice: “No voy a hacer ningún cambio de gabinete, es absurdo. Porque si volvemos a perder en noviembre tendría que cambiar de nuevo a los ministros”.

Esa explicación no satisfizo a la dama y empezó el bombardeo menor con D’Elía y Boudou para cambiar hombres en el Gobierno mientras alguien le ordenó a Kulfas responder esa conjura. Estaba entrenado para replicar en forma hiriente: durante el domingo, cuando pensaban que el triunfo era de Alberto, este funcionario advertía a los kirchneristas que iban a tener que arrodillarse ante el Presidente para pedirle perdón o proceder a un acto más procaz. Siguieron otros ataques por los flancos al pichón de Alcázar presidencial: hubo sondeos discretos con intendentes del vástago Máximo (ya reputado como un pésimo armador de listas en la Provincia), y el derrotado en su pago chico Wado de Pedro, presionaron Alicia Kirchner y el obediente Axel Kicillof haciendo renunciar a sus respectivos gabinetes como “señales ejemplares” y, de punta, brotó con pretensiones de reformas Andrés Larroque, conocido como “el Cuervo”, esa ave paseriforme que se deleita con la carroña. Sobre todo, después de las elecciones.

Incontenible, excesiva, Cristina se reunió el martes a la noche con Alberto para demandar los cambios, casi una extorsión: cree que la demora cuestiona su autoridad. Exageraba, era un marido pidiendo el divorcio porque su mujer le había hecho mal las papas fritas y no por encontrarla retozando con 22 jugadores de un equipo de fútbol. Pretendía el destierro de ignotos entornistas –Vitobello, Moroni, Cafiero, Biondi–, gente sin territorio ni alcurnia política, enemigos menores. Se mantuvo en una convicción inédita el mandatario y terminó la jornada peor que 48 horas antes. Ella, exaltada, amenazando: si no se van, los que se van son los míos del Gobierno. A la mañana siguiente, empezó la hilera de renuncias con De Pedro a la cabeza. No era culpa de Macri la brutal crisis desatada, como reza la propaganda. Curiosa derivación de las últimas primarias: son un invento para unificar candidaturas, pero en el caso del oficialismo terminaron dividiendo a la coalición. Un nuevo invento cristinista.

Casi una insensatez de egos resultó la discrepancia en el dúo presidencial por el resultado de una elección interna, menor en cierto sentido. Solo fueron apenas unas PASO anticipatorias de una legislativa, una encuesta o ensayo, ni siquiera el preámbulo de una presidencial. Se agitó hasta la afonía el dueto, ayer planeaban renuncias y la convocatoria a diversos actos por la magra caída en un distrito propio en el que no debería ser difícil recuperar terreno. No es Entre Ríos, por ejemplo, donde la diferencia ha sido devastadora, por indicar un modelo.

Según el criterio peronista, para esa reversión tal vez les sirvan algunos desprendimientos: un IFE adicional (dos cuotas de 10 mil pesos) –que de emergencia sanitaria se convertiría en emergencia partidaria–, también una reparación salarial prometida a Moyano y a la CGT (también, para preocupación empresaria, se habla de que los aumentos futuros del sector privado los determinara el Gobierno y no las paritarias). Y hasta se podría volver cierta la modificación para que los intendentes bonaerenses se puedan reelegir en menos de 45 días, tema que burlonamente habían enterrado los presuntuosos camporitas para el disgusto de los jefes distritales. Esas figuras hoy están disgustados con Kicillof, Cristina y Máximo porque los arrasaron en plata y poder. Un riesgo en época de vacas flacas: podrían instalar el hábito de cortar boleta en los próximos comicios y harían más amplia la ventaja de la oposición.

Mientras Alberto tendió puentes con gobernadores (el primero, Manzur de Tucumán) y con intendentes, se ha prevenido en apenas 48 horas para una guerra no querida contra La Cámpora y la exacerbada Cristina. Duhalde teme por enfrentamientos y Elisa Carrió también. Claro que el presagio de ambos hace más difícil que ocurran episodios de esas características, son expertos en anticipar estallidos. Pero justo es admitir que temen por la temperatura y magnitud que encendió Cristina, que ha convertido a la Nación en una miniatura de la Santa Cruz kirchnerista con la violencia institucional y que obliga a la rigidez de un Presidente siempre flexible que hasta hace pocas horas prometía nunca traicionar a su compañera de fórmula.

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