Mientras ayer Martín Guzmán le explicaba a un incompleto elenco de gobernadores sus pretensiones para negociar con el FMI, un amigo me recordó un libro mínimo, casi comercial, de Ernest Hemingway: la recopilación de sus notas periodísticas entre los años 20 y 24 para el Toronto Star, cien años atrás. Entonces, el bisoño redactor cubrió una negociación internacional por la abultada deuda rusa en Génova, en la que una maquina del tiempo poda haber incluido al actual ministro argentino.

Por aquellos tiempos, las autoridades soviéticas sostengan —aproximadamente— que estaban dispuestas a honrar la deuda que hablan asumido los gobiernos anteriores, el zar por la guerra y la administración posterior de Kerensky, pero condicionaban su pago a que los acreedores le otorgaran un voluminoso y nuevo crédito. No solo un roll over, también financiamiento extra. Algo mas que las facilidades extendidas reclamadas por Guzmán, quien insinuaba en la reunión la cercana de un stand by que le resolverla urgencias económicas por 4 años.

En aquellas crónicas iniciativas del libro de Hemingway se comentaban los debates y dilaciones tensas en ese puerto ligure, no casualmente elegido: fue en la historia el centro de fenicios y judíos para el comercio marino. Así como Cristina y Guzmán demandan hoy una reparación histórica o una autoflagelación del FMI por haberle prestado dinero a Macri, los revolucionarios rusos se descolgaron con una exigencia no prevista: los prestamistas debían compensar a Moscú por haber financiado las acciones del llamado ejercito blanco que había combatido contra Lenin, Trotsky, Bujarin y Stalin. O sea que nada había que pagar. Por supuesto la deuda rusa cayo en default, resulto un navío perdido en el océano y Rotschild, uno de los acreedores, empapelo varias habitaciones con los bonos de ese país. Nadie sabe, a un siglo de distancia, si el desenlace narrado por aquel novel aspirante en sus crónicas podría repetirse.

A Cristina debe fascinarle ese recuerdo, si leyera las traducciones de Rodrigo Fresan sobre Hemingway, tan admiradora de ciertos episodios del comunismo, como confesó en su ultimo tuit recomendando a un sacerdote que hablaba al respecto. Al menos en declarar debe reconocer atenciones y favores por la estancia de su hija en la isla, cuando invocaba que no poda regresar al país por razones de salud y —dicen— solo pagaba propinas por el servicio domestico que se ocupaba de Florencia. Al margen de la literatura, lo de ayer resulto penoso para el gobierno: poca concurrencia de invitados, intromisiones sin tarjeta y, a pesar de lo que se comenta y vocifera, aún no hay negociaciones entre el FMI y el gobierno de los Fernández. No hay espejo con la Génova de acreedores y comunistas, entre lo que imagina Guzmán para reclamarle al FMI y lo que el organismo tendría como propósitos para mejorar la economía argentina. Cada uno, por ahora, va por su lado, mientras el artero reloj obliga a un pago gigante al final de febrero que el país, se sabe, no puede solventar. Pero, antes de la reunión, ya hubo pirotecnia interna.

No solo muchos gobernadores se negaron a participar del encuentro para no inscribirse en la retorica extenuante del ministro, apenas si mandaron representantes, sino que dos personajes del poder como Sergio Massa y Máximo Kirchner se hicieron presentes sin haber sido invitados bajo la excusa de que el Congreso de la Nación debe participar en estos encuentros. Además, trascendió, uno de los dos no parece conforme con la actuación de Guzmán, al que le imputa atraso en la negociación y escasa efectividad. Para Alberto Fernández resulta un doloroso cuestionamiento hepático, vacila —ya se gano un mote por esa indecisión repetida—y hasta debe soportar que algunos empresarios y sindicalistas no asistieran al convite debido a que “no iban a poder hablar” con tanta gente invitada.

Justo le ocurre al Presidente este episodio de bombardeo intestino cuando él viene de desatar una batalla anticipada: dijo que aspira a ser reelegido. Le cayo pésima la novedad a su compañera de formula, quien a su vez había deslizado el mismo objetivo unos días antes. Desde entonces se ha enrarecido más el clima dentro del gobierno: fuegos artificiales en todos los barrios. Ayer mismo se alimento la cohetería cuando el gobernador jujeño Gerardo Morales, titular además de la UCR, sostuvo que había que apoyar al gobierno —léase Fernández, Alberto— en la negociación con el FMI para que su partido se hiciera cargo de la deuda heredada. Alborotador, acepta como jefe del radicalismo una discutible responsabilidad al sostener que “la deuda la contrajimos nosotros”, casi una necedad histórica. No solo ha provocado una brecha en el cuerpo político que preside (se avecinan una multitud de criticas de sus correligionarios), sino también desintegra la unidad de la coalición que gana en los últimos comicios. Impacto doble.

Parece, además, adicto al mensaje de la Casa Rosada de “ganamos pero perdimos” o “perdimos pero ganamos”: albertismo puro. Rara la conducta institucional de Morales, explicable solo por la dependencia de las provincias de los fondos y favores del gobierno nacional, una constante que el jujeño ha respetado con unción a la hora en que sus delegados votaran en el Parlamento. O, tal vez, una actitud consecuente con el mismo, ya que suele pronunciarse contra las coaliciones y cree más en la posible resurrección del peronismo y del radicalismo que en el rejunte indiscriminado de varias agrupaciones: sus piezas siempre encajan con las de Alberto. Lo dijo cuando se enfrento a Nosiglia y Lousteau en la ultima discrepancia publica de la UCR al sacudir un vaso contra la pared agraviando a sus opositores y, unos días más tarde, abrazándose con ellos: hombre de leves sentimientos y fáciles olvidos. Basta señalar su reciente y rotundo despegue amistoso de Mauricio Macri, a quien solía tratar como “Mi amigo”, al menos cuando lo invito a su casamiento y lo sentó en la mesa principal.

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